Durante este 2024, el mundo ha presenciado una serie de desastres naturales y fenómenos ambientales. Desde incendios descontrolados hasta olas de calor récord, estos eventos han cobrado vidas, desplazado comunidades y expuesto la fragilidad de nuestros ecosistemas. La actividad humana sigue siendo el principal factor detrás de esta crisis climática: la emisión de gases de efecto invernadero, la deforestación y la explotación de los recursos naturales continúan erosionando los cimientos de nuestro planeta.
Uno de los eventos más devastadores ocurrió en la Amazonía, donde se registraron incendios forestales de una magnitud sin precedentes. Atribuidos a una combinación de sequías prolongadas y deforestación ilegal para uso agrícola, los incendios arrasaron millones de hectáreas de selva y afectaron a miles de comunidades indígenas que dependen de estos recursos para subsistir. Los niveles de contaminación del aire superaron los límites de seguridad, poniendo en riesgo la salud de millones de personas en Brasil y países vecinos. A pesar de la urgencia, las respuestas gubernamentales fueron tardías y, en muchos casos, insuficientes. La falta de medidas estrictas de protección y prevención generó indignación, que exigieron sanciones más severas y políticas de reforestación. Sin embargo, la respuesta gubernamental priorizó las ganancias económicas de la industria agrícola, sacrificando el bienestar del ecosistema y de las comunidades locales.
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En otro punto del mundo, el sur de Europa enfrentó una de las olas de calor más intensas de su historia. Las temperaturas superaron los 47 grados Celsius en países como Grecia, España e Italia, dejando una estela de devastación. Este fenómeno, exacerbado por el calentamiento global, provocó la muerte de miles de personas, especialmente ancianos y personas con condiciones de salud preexistentes. La crisis evidenció la falta de infraestructura adecuada para mitigar el calor extremo.
Otro ejemplo trágico tuvo lugar en Asia, donde un tifón de categoría 5 azotó Filipinas, dejando a su paso destrucción y muerte. El tifón provocó inundaciones masivas y deslaves que arrasaron comunidades enteras, resultando en más de 3,000 muertes y desplazando a cientos de miles de personas. A pesar de las advertencias de expertos y organismos internacionales sobre el aumento de la intensidad de estos fenómenos debido al cambio climático, el gobierno filipino se mostró insuficientemente preparado para responder a la emergencia. Los albergues temporales fueron rebasados en capacidad y las ayudas humanitarias llegaron con lentitud, dejando a muchos ciudadanos sin recursos básicos durante días. La respuesta del gobierno fue duramente criticada, y los habitantes afectados hicieron un llamado a mejorar la infraestructura para mitigar el impacto de estos eventos climáticos, así como a adoptar políticas que frenen el cambio climático.
En América del Norte, Estados Unidos sufrió una temporada de huracanes más intensa de lo habitual. Las costas de Florida y Texas fueron particularmente afectadas, con tormentas que provocaron graves inundaciones, pérdidas de viviendas y cortes masivos de electricidad. A pesar de la capacidad tecnológica y económica del país, la preparación y respuesta ante estos eventos fueron desiguales, ya que las comunidades más pobres y vulnerables resultaron las más afectadas. Miles de familias quedaron sin hogar y enfrentaron dificultades para acceder a ayuda inmediata. Aunque el gobierno federal desplegó recursos de emergencia, la falta de un plan a largo plazo para enfrentar la creciente intensidad de los huracanes debido al cambio climático generó críticas y demandas de mayor acción.
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El año 2024 también vio el devastador impacto de fenómenos como el huracán Otis en Acapulco, México, y las inundaciones causadas por la Depresión Extratropical Atlántica (DENA) en Valencia, España, ambos eventos que evidencian los efectos extremos del cambio climático. En el mes de octubre, Otis azotó las costas de Acapulco con vientos de hasta 270 km/h, convirtiéndose en uno de los huracanes más poderosos y destructivos registrados en la región. La tormenta dejó una estela de destrucción: miles de viviendas quedaron destruidas, hubo cortes de energía y de agua que se prolongaron por semanas, y se contabilizaron cientos de muertos y desaparecidos. El gobierno mexicano, aunque reaccionó con despliegues de ayuda, fue criticado por la falta de advertencias tempranas y de infraestructura de emergencia adecuada, lo cual complicó las labores de rescate y asistencia.
Mientras tanto, en Valencia, España, la DENA provocó lluvias torrenciales que derivaron en inundaciones catastróficas dejando al menos 200 muertos y más de 90 desaparecidos. La región experimentó precipitaciones récord en cuestión de horas, lo que desbordó ríos y anegó áreas residenciales y comerciales. Las inundaciones obligaron a la evacuación de miles de personas y causaron daños millonarios en infraestructura y propiedades. Aunque el gobierno español movilizó rápidamente a la Unidad Militar de Emergencias y otras fuerzas de rescate, muchos ciudadanos expresaron su indignación por la falta de preparación para mitigar el impacto de estos fenómenos, que cada año se vuelven más frecuentes y violentos. Ante esta emergencia, las comunidades locales también se organizaron para protestar contra el rey de España y el presidente del gobierno lanzando lodo a sus rostros.
Los eventos catastróficos de este año nos advierten que el cambio climático no es una amenaza lejana; es una realidad que estamos viviendo en el presente. La destrucción de ecosistemas, la pérdida de vidas y la desestabilización de comunidades completas son el precio que estamos pagando por un sistema que prioriza el crecimiento económico sobre la salud del planeta. Nuestra capacidad de adaptación está siendo puesta a prueba, y los gobiernos deben actuar de inmediato, no solo con respuestas emergentes, sino con políticas sostenibles y transformadoras que frenen el impacto del cambio climático.
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