Conocí al Rey cuando apenas tenía seis años de edad. Don Leoncio, mi padre, era gran aficionado a este deporte y según me dijo años más tarde, una de sus mayores ilusiones de tener un hijo varón es que aprendiera a jugar al béisbol.
Vivíamos en Satélite, en la zona conurbada de la Ciudad de México y el periférico tenía poco tiempo de haberse construido así que no había mucho tráfico en el trayecto hasta la Liga Yaqui que se ubicaba en lo que ahora es el estacionamiento del hipódromo de las Américas.
Ahí conocí por vez primera lo que era una manopla, un bate, y por supuesto una pelota blanca con 108 costuras de color rojo. Ni una más ni una menos. A esa edad no importaba tanto saberse las reglas sino comenzar a disfrutar el deporte en equipo... y a competir.
El equipo se llamaba “Los Mosquitos” y uno de mis mejores recuerdos de esa época era cuando había partido los fines de semana y desde la noche anterior, mi mamá ponía mi uniforme de franela color gris con vivos amarillos sobre la cama.
Vestirse de pelotero es un ritual que solo se acerca quizás a ponerse el traje de luces en el toreo. No tengo memoria de qué posición jugaba en aquel entonces ni cuando se acabó ese equipo. Lo cierto es que “La Yaqui” desapareció y comencé a jugar en otras ligas infantiles como la Petrolera, la Azteca y la Maya. Mi padre, que realmente no fue muy buen jugador pero sí un excelente mánager de equipos de aficionados, decidió formar una liga pequeña cuando yo tenía 13 años.
Y comenzó realmente de la nada, con entrenamientos a los que invitó a sus amigos para que llevaran a sus hijos a un parque cerca de casa en el Centro Cívico. La voz se fue corriendo y también repartimos algunos volantes de casa en casa invitando a que más niños y jóvenes se sumaran a la convocatoria.
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Posteriormente gracias al Club Rotario de Satélite, del cual mi papá era miembro, se consiguió un terreno en el área de Lomas Verdes donde la liga ya fue tomando forma. De ahí nos movimos a unos campos de la ENEP Acatlán y terminamos muy cerca de lo que era el panteón Jardines del Recuerdo en Tlalnepantla.
Mi papá fue presidente durante varios años de la liga Rotaria Satélite hasta su desaparición a mediados de los 80 y en verdad que fue una época maravillosa donde además de lo deportivo surgieron grandes amistades que aún hoy persisten a través de las redes sociales. Incluso uno de los jugadores ahí se enamoró de una chica que jugaba softball y con quién terminaría formando una familia.
Dejé de jugar béisbol cuando cumplí los 21 años, que es la edad límite para formar parte de una liga infantil o juvenil. Y en verdad que sigo enamorado de este deporte. Ahora que comienza una nueva temporada de la Liga Mexicana no me pierdo un partido de los Tigres de Quintana Roo y disfruto muchísimo asistir al estadio Beto Ávila de Cancún en un ambiente completamente sano y familiar.
Hay quienes consideran que los juegos son muy largos y muy lentos, pero para este 2023 se realizaron algunos cambios en las reglas que lo hacen mucho más ágil. Los partidos que antes por lo regular podían durar hasta tres horas y media o más ahora difícilmente pasan de las dos horas 40 minutos. Y ni qué decir del ambiente, la música, las porras y claro está, los antojitos.
Al béisbol le llaman el Rey de los Deportes y quienes lo hemos jugado o lo hemos vivido desde la tribuna sabemos que el título nobiliario le queda a la perfección.
Inicia la Temporada 2023 de Tigres de Quintana Roo
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