Tengo la fortuna de platicarles que algunos de mis mejores recuerdos de infancia son de mis abuelitos. En particular de los paternos, que fue con quienes más alcancé a convivir. Mi abuelita Isaura, mamá de mi papá Leoncio, sufrió de una especie de embolia que la mantuvo en sus últimos años en silla de ruedas. Pero eso no le impedía ser muy cariñosa conmigo y con mis amigos de la cuadra.
Vivíamos en Azcapotzalco, Ciudad de México. Un barrio popular como de las películas de Pedro Infante donde los niños aún podíamos jugar libremente en la calle hasta altas horas de la noche. Pero el patio de la casa de los abuelos -estrecho pero con suficiente espacio a lo largo-, era el sitio favorito de la chamacada para echar futbolito, béisbol, tocho y hasta frontón en el zaguán. Había una reja blanca de lámina con barrotes en la mitad superior por donde los niños se asomaban y literalmente se formaban para entrarle a las retas.
Yo, he de admitirlo, me daba el lujo de escoger quién sí y quien no podía pasar, pero a todos les tocaba su turno. Mi abuelita permanecía todo el tiempo en su silla de ruedas al final del patio y no faltó la ocasión en que le tocó algún balonazo perdido a la pobre. Acabando los partidos, Doña Isaura sacaba un frasco de cristal con dulces y galletas que repartía a los sudorosos participantes como si de una premiación de copa del mundo se tratara.
Murió cuando yo tenía unos siete años y las jugadas en el patio no volvieron a ser las mismas. Mi abuelo Don José era un hombre alto y corpulento. De rostro duro y ceño fruncido con un bigote tupido que habría envidiado el mismísimo Don Porfirio Díaz. Cuando la “cancha” de su patio no estaba ocupada por los escuincles, él se sentaba en una silla de esas que tienen una estructura metálica en forma de cono invertido y que sostienen a las personas con una especie de tiras de plástico que convergen en el fondo del asiento.
Casi siempre silbaba. Ninguna canción en particular, sino simplemente alegres tonadas algunas de las cuales aún tengo en la memoria. Me encantaba además verlo siempre vestido de traje. Con chaleco y sombrero como los famosos actores hermanos Soler a mediados del siglo pasado. Yo me sentaba en sus piernas. Y me contaba historias y anécdotas de su juventud. Mis favoritas eran las de la Revolución.
Cuando vio desfilar a los ejércitos de villistas, zapatistas maderistas o carrancistas. De cuando tenía que esconderse para que no se llevaran a la “bola”. Y de la famosa decena trágica cuando el traidor Victoriano Huerta asesino al Presidente Madero y al vice presidente pino Suárez en uno de los capítulos más oscuros en la historia de México. Él pasaba las noches enteras escuchando con un pequeño radio de transistores y su audífono, la estación donde sólo había comerciales y, cada minuto, la hora exacta.
Yo lo admiraba mucho y creo que fui su nieto favorito. Murió un 9 de febrero en el Hospital General de la capital del país y recuerdo que cuando lo sacaron en camilla cubierto con una sábana blanca, le pregunté a un enfermero si era Don José Sámano. Sólo alcancé a decirle “gracias abue”... ¡Muchas gracias por todo!